miércoles, 22 de julio de 2015

Pensamientos de media noche.

Estaba sentada en el tejadillo que daba a mi ventana, expulsando un beso de humo que rozaba el aire al quitarme el cigarrillo, como buena noche de verano el cielo estaba plagado de pequeñas antorchas que hacían del paisaje un prado celeste de oro y plata. La brisa me despeinaba algunos mechones de pelo y hacia del humo del cigarro una maratón con destino al cielo.
Me encontraba viendo volar a dos murciélagos solitarios cuando las cavilaciones empezaron a pasar por mi cabeza: ¿por qué nos miedo la noche?
En mi opinión a la luz de las estrellas todo sabe mejor; la cerveza es más apetecible; el sexo, más placentero, la tranquilidad, más inspiradora; y la inspiración, más elocuente. Parece que nos dan miedo los monstruos que salen de los armarios o que se esconden bajo las camas cuando en realidad los únicos monstruos están en nuestra cabeza. ¿Por qué temer entonces a la oscuridad?
La noche siempre me ha resultado un mundo a parte, como si se rompiese la sucesión del tiempo y hubiese una brecha dimensional en la que entras en un mundo lleno de quietud en el que todo parece más auténtico. El miedo es más latente; el amor, más potente; y los sueños... Son menos sueños y más realidad.
En cierto modo creo que ese el problema del día, todo se vuelve más real, en el mal sentido. Es como si los rayos del sol te diesen una hostia que a veces te quita el aliento que la noche llena de posibilidades te ha dado. Creo que por eso los artistas preferimos la noche, sobre todo los escritores. Parece que la oscuridad hace que todo se vuelva más auténtico y puro.
 El cigarrillo comenzaba a apagarse hasta que le di otra calada y el humo volvió a ascender hacia el infinito desde mis fosas nasales.
Tanto tiempo temiendo al monstruo del armario cuando resultaba que solo quería un poco de cariño... Tanto tiempo rezando por la salida del sol para luego escondernos entre las sombras de cuatro paredes.

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